ALEGRÍA

Ella, por ejemplo, entre las múltiples fotografías incendiadas contra paredes blancas, en la Peña de Juanito Villar, junto a la playa de La Caleta, mirando con ganas el escenario, vacío, imaginándose a sí misma desempolvando el aire, la contingencia del color en cada una de las formas, la voluntad sonora del silencio. Y luego, más tarde, en la Cátedra de Flamencología, donde la Perla de Cádiz, junto a la cárcel vieja. Y entonces recordé que, en una ocasión, navegando por la red, me encontré con Ludwig Wittgenstein (¡el antropólogo!) en Jerez de la Frontera, “de la frontera étnica a la frontera estética”, un trabajo de Jean-Marc Sellen; pero que entonces fue Rosset, Clement Rosset, quien le dedicó verdadera atención a esta manera peculiar de enfrentarse con la muerte: “Que la intensidad de la alegría sea directamente proporcional a la crueldad del saber –decía Rosset-, es, sin duda, una verdad de carácter general. No obstante, me es grato subrayar aquí que esa verdad encuentra en España un campo de expresión privilegiado, especialmente en el cante flamenco... y lo es precisamente porque siempre viene acompañada por el brillo que le da a contrario el sentimiento cruel de lo irrisorio propio de toda existencia, lo que la pone al abrigo de toda complacencia o compromiso... Exaltando la alegría de vivir, no olvida que ésta nunca será más que una resistencia milagrosa a la muerte”. Y yo no sé si ella lo sabía o apenas lo intuía, como en otras ocasiones, porque no bajaba para nada y para nadie de su nube. Y allí seguía, incandescente, aferrada a su cuerpo y a su alma, manto de ojos que danzan, viento de manos que arañan, dueña del baile.
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